Mi amiga de Bilbao esperaba en el Starbucks de la Avenida, frente al Archivo de Indias mirando pasar a la gente. Luego me comentaría: “¡Qué despacio anda la gente en Sevilla!”. Tuve que reconocer que comparados con Bilbao, Londres o Madrid, aquí somos tortugas. Si quitas a los turistas, que no tienen motivos para andar a la carrera mientras disfrutan de sus vacaciones, nos quedamos los sevillanos y sevillanas que andamos con una elegante cadencia de raíces entre cristianas y moras, entre agrícolas y marineras. Vivencias de paso largo. “Un caballero caminará pero nunca correrá”, cantaba Sting; “los modales hacen al hombre”, concluía.
Quien vive habitualmente en Sevilla se distingue en su andar por tres constantes. Primera: no corre jamás, porque en esta ciudad, donde los 40 grados no son rareza, correr significa asfixia y sudor.
Segunda: el sevillano camina con la cabeza tan alta como una garza que tuviese que refrescar su plumaje y sentir en la frente el alivio del aire que siempre corre escaso.
Y, tercera constante, se mueve con la vista puesta a la altura de un segundo piso, por herencia de los patricios romanos y para que la mirada acompañe al paso. Esa mirada perdida en el alto horizonte, es armonía del conjunto y abre las ventanas de la esperanza que germina muy dentro pero aspira a lo alto.
No es sano el cuajo, pero uno no tiene necesidad de correr. No ser el primero en velocidad no es ningún desastre si se llega en punto, sabiendo anticipar la preparación de un acto o el desplazarse con tiempo hasta la cita comprometida. Sevilla suele templar sus tiempos al paso de media verónica sostenida y desmayada.
Una ciudad que se esmera para ser puntual en el “palquillo” o en el comienzo de la corrida, no se retrasará en el trabajo, en pagar la deuda o en asistir al que sufre. “El bien cuanto antes”, decía san Agustín. Y ese lo procuran mujeres y hombres de Sevilla con la diligencia del que ama de veras. No conozco ningún enamorado – enamorado de verdad – que llegue tarde al reloj del Ayuntamiento donde ella vendrá.
Visto el paisaje social, tendremos que andar vivos para socorrer y sosegar ánimos; para ser más limpios y arriesgar en la innovación; para imaginar soluciones frente al paro y, mientras llegan las soluciones, ayudar a las familias y a los conventos de clausura, mordidos en su austeridad por la pobreza extrema, entre gente que corre para coger el Metro y frena en humanidad. Dile tú ahora a Sevilla: no llores, Sevilla, no llores familia, que estoy llegando y te serviré a tiempo.
Nota: el texto anterior se emitió, leído por mí en el espacio «La palabra que queda» de la emisora Cope Sevilla a las dos menos cinco de la tarde del 3 de noviembre de 2011.
José Ángel Domínguez Calatayud