Se había desatado una tormenta terrible. Lo que había empezado con una lluvia de mediana intensidad, era en aquel momento un aguacero con trazas de galerna. El agua golpeaba con fuerza los ventanales de aquellos enormes salones donde se reunían a comer más de 1500 participantes en unas jornadas empresariales de estudio y reflexión.
En un momento determinado y de improviso un comensal se levantó con presteza apartándose de su sitio: una gotera había empezado a salpicarle justo encima. En pocos minutos se formaron algunas goteras más justo debajo de la línea donde se unían las vertientes de los tejados de dos salones contiguos.
Los diez comensales de la mesa afectada– seis hombres y cuatro mujeres – colaboraron entre bromas a moverla fuera del alcance del agua, mientras desde las mesas de alrededor miraban entre divertidos y curiosos. Inmediatamente, los organizadores del evento – Instituto Internacional San Telmo -, las personas del catering y los responsables de recinto –Palacio de Ferias y Congresos de Málaga -, se movilizaron y consiguieron secar el suelo, poner unos pocos cubos y extender suficientes metro de tapiz de feria sobre la superficie de suelo más afectada. La comida continuó sin más interrupciones y cada uno pudo conversar con los vecinos de mesa con tranquilidad y paz, como si nada hubiese pasado.
Del incidente, si puede ser llamado así, me llamó la atención la reactividad serena de los miembros de San Telmo, que se portaron como capitanes de navío acostumbrados a actuar y dar instrucciones precisas entre olas como si la mar estuviese en calma. Sorprendía también cómo, en un lugar donde habitualmente no llueve, en un mediodía de sábado se dispusieron los recursos –limpieza, secado, alfombra – para subsanar en minutos las consecuencias de las goteras sobre el suelo. También merece alabanza el sentido de humor y la sencilla elegancia sin quejas de los comensales afectados: no dieron un gramo de importancia a la perturbación. Fuera, el cielo seguía abatiéndose con furia sobre tejados, muros y cristales.
Esta mañana, regresando con la mejor de las esposas en el tren, he recordado estos hechos y me he dicho: ¡qué gran país! ¡Qué nivel tan alto de profesionalidad y servicio competente! ¡Qué categoría personal! En fin, me he sentido muy feliz de compartir este mundo con personas que no se quejan y ponen en juego su respuesta sensata ante un imprevisto incómodo.
Luego he pensado: no habrá segunda vez.
Todos los medios –muy bien puestos y en tiempo brevísimo – eran provisionales y reactivos. Lo deseable es que a partir de ahora estuvieran las personas que tienen esa responsabilidad tomando datos reales del “escenario del crimen”, disponiendo lo necesario para visitar el tejado en cuanto las inclemencias lo permitan. En los días siguientes – no demasiados – se puede tener un análisis de los modos de fallo (¿por qué había goteras allí?) y coincidir con un grupo de expertos en un diagnóstico verosímil. Finalmente con un plan de acción se implementan las medidas correctoras y se asegura su perennidad. Ese es el camino y la meta para liderar un país y crear el hábito de la obra bien acabada: no se pacta con el error, se hacen alianzas con la solución perenne. Seguro que lo harán.
Cada uno de nosotros podemos fallar en nuestro trabajo, pero tenemos los recursos para decir: no habrá segunda vez.
José Ángel Domínguez Calatayud
NOTA: Nunca hice dedicatorias en este diario de bitácora, no es lo suyo. Pero deseo dejar constancia de gratitud por la lección práctica de modelo de personas a los protagonistas de este post A Andrea M. y las otras personas de San Telmo que actuaron con presteza. A la señora de limpieza y a los camareros y a los servicios del Palacio de Ferias de Málaga. Y a mis compañeros «costaleros» ocasionales de aquella mesa: Ramón A.; el otro ingeniero y su esposa; la joven barcelonesa experta en Comunicación Corporativa; mi amigo Antonio F.; Felix y su esposa; Joaquín A., consejero Internacional de Banca y Negocios y, claro está, la mejor de todas las esposas.