Han pasado dos años desde que Tiger Wood no gana un torneo y lo ha hecho este fin de semana en Sherwood Country Club, (Thousand Oaks, California), donde se ha celebrado el Chevron World Challenge.
Hay que hacer un largo viaje en la memoria y ponerse en aquel 15 de noviembre de 2009 para ver su última victoria en el Open de Australia. Después de eso: el escándalo familiar, el coche estrellado a la salida de su casa tras la noche del día de Acción de Gracias, la revelación de una vida extramarital poco ejemplar, la retirada de sus sponsors y un declive golfístico que enterró al number 1 del Golf mundial bajo la losa de los 50 mejores, concretamente en el puesto 53. Cambió de swing, 27 torneos sin ganar y un caddie que también le abandona de modo un tanto intempestivo. Todo parecía demasiado para el que ha sido considerado el segundo mejor jugador de la historia.
Woods estaba deportivamente muerto y – si no es un fantasma – ha resucitado para el Golf y, Dios le ayude, esperemos que para lo personal. Terminó en el hoyo 18 con un gran putt de dos metros para hacer birdie (lo había hecho también en el 17) y ganar sólo por un golpe a su compatriota Zack Johnson. Gritó, rugió Tiger soltando veinticinco meses de presión acumulada en su atribulado espíritu.
La vida imita al Golf – ¿no es cierto? – y en la nuestra pueden acumularse los fracasos, los días de angustias y las semanas de esa soledad – tejida a base de fibras de duda con hilo de frustración – que nubla el entendimiento y cierra el horizonte de toda esperanza.
No importa que – como el golfista de California- durante 289 semanas seguidas hayamos sido el indiscutible número 1 mundial en nuestro trabajo, el mejor esposo o la mejor esposa, el amigo que todo el mundo apreciaba y la admiración de nuestro entorno social. Todos los resortes no están en nuestras manos. Muchas veces ni nuestras manos están en nuestras manos. Las construcciones humanas padecen, todas ellas de extrema fragilidad: las físicas y aún más las morales. «Éxito» no se conjuga en presente continuo. «Cumbre» lo pronunciamos como sustantivo cuando ciertamente significa «deslizante».
Arriba, en el zénit, aparece el amor propio y como dice Tomás Moro “por muy alta que entre en las nubes esta flecha de la soberbia, y por mucha alegría que sienta el que vuela sobre ella, recuerde el interesado que aunque parezca liviana, lleva una pesada cabeza de hierro, y en consecuencia, por muy alto que vuele, se vendrá abajo y estampará en el suelo … y toda la gloria se desvanece” (“Diálogo de la fortaleza contra la tribulación,” Tomás Moro, Ediciones Rialp, Madrid, página 187). La turbación está acechando y buscar cómo anidar en nuestro ánimo.
¿Qué hacer? Preventivamente, estar avisado día y noche. ¿Y en los links del día a día? Viene funcionando bien un sobrio atenerse a la realidad del instante: un golpe bueno no prescribe el siguiente. Y cuando sobreviene el error, el fallo, no venirse abajo, sino venirse arriba. Nuestro “arriba” es aquello que sabemos hacer, que aún recordamos y custodiamos junto al latir de ese verbo que resuena desde dentro: “hay una llamarada de luz en cada palabra. No importa cuál escucharas, el Alleluya santo o el quebrantado…”.

José Ángel Domínguez Calatayud
4 respuestas a Golf y vida diaria (14. Sherwood Resurrección)