La gente no ve mi cara

La gente no ve mi cara”. Es Desmond quien lo dice, negro como el betún, que vende, que limosnea con sus pañuelos de papel en un importante cruce de esta ciudad. El suave tono de su voz lo acompaña de una sonrisa amable y un gesto de paz. Se ha bajado de la bicicleta cerca de su puesto habitual. Me ha reconocido y charlamos un poco sobre su vida.

La miseria de algunas zonas de África y la amenaza de otros rincones, empujan a mujeres, niños y hombres como él a la extremadamente peligrosa travesía del Estrecho de Gibraltar para llegar a una Europa presentida más que amada, a esta Andalucía, “con hambre y un frío que pela” que canta Chambao, pero con unas ganas de sobrevivir que les arrastra compulsiva, ávidamente hasta la orilla de su norte.

Pasan los días. Cada jornada, a las 7 de la mañana, con el primer frío de la ciudad aparca mi amigo la bici, deja junto a una yuca la mochila con los kleenex y se aposta en el semáforo, calentado el corazón con una canción con sones de madera al ritmo del djembé. ¿Cuántos coches cada 45 segundos del rojo al verde? ¿Cuántas caras mira Desmond que a él ni le ven? En esa esquina de mucho tráfico, las miradas urbanas de la primera hora no suelen alcanzar más allá del perdido horizonte de cada quien, del problema de trabajo, del oficio o del negocio.

Pero él , como otros colegas, te saluda, te llama – “toc-toc”- en el cristal de la ventanilla del conductor, pidiendo un euro, o que le compres un paquetito de pañuelos, un perfumador para el coche o un rosario. Y sonríe con persistencia alegre de baile africano; siempre la sonrisa.

Ahora, cuando se baja de la bici para hablar conmigo que hoy voy andando, es la hora de comer y me repite como una resignada conclusión de su particular marketing: “la gente no ve mi cara negra”. Habla muy bien inglés, pero tiene la cercanía del buen comunicador y me habla en español.

Después del encuentro, mientras se me asoman a la ventana del recuerdo tantas sonrisas blanquísimas enmarcadas en rostros negros, pienso sobre el don que significa para estos subsaharianos el hecho de la supervivencia, del poder siquiera vivir. También, en el caso mío, el don de tener una familia, unos amigos, unos ojos que ven mi cara. “El ojo que ves no es//ojo porque tú lo veas; //es ojo porque te ve” (Antonio Machado).

No siempre podemos ni tenemos por qué dar el euro o comprar el pañuelo, pero sí reconocer que hay cierta deuda de gratitud por el simple vivir, deuda que podemos enjugar con solo mirar las miradas de los “desmond” de nuestra vida. Y muchas soledades empiezan a cambiar en esos instantes del ámbar y el verde.

 

 

 

José Ángel Domínguez Calatayud

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