En un congreso de psicología del trabajo al que tuve que acudir en una vida anterior, apareció un brillante norteamericano que nos sorprendió a todos por su inusual atuendo y por la mise en scene realmente impactante. Entre otras cosas nos formuló a los asistentes – directivos de Recursos Humanos – la siguiente pregunta retórica.
.- ¿Saben Uds. qué tres cosas hacen mal todos los directivos en relación a sus subordinados?
Nadie respondió, no sólo porque la pregunta fuese retórica, sino porque los de Recursos Humanos, procedentes del mundo jurídico, no reconocemos errores y menos sin la presencia de nuestro abogado.
Las tres cosas que hacen mal todos los directivos en relación con sus subordinados – continuó nuestro conferenciante – son estas: marcar objetivos, reconocer sus éxitos y corregir sus fallos.
Si alguien quiere, un día detallo un poco qué quiso decir en concreto. En el área de Comunicación emerge una pregunta similar:
¿Saben Uds. qué tres cosas hacen mal todos los directivos en relación a sus públicos?
- Primera: desconocerlos.
- Segunda: tratarlos como “otro yo”.
- Tercera: hacerlos sufrir innecesariamente.
Repasemos en telegrama:
Primera: todos los directivos desconocen a sus públicos. En algunos casos de manera literal, entrando en los lugares como elefante en una cacharrería, eructando palabras en vez de proferir vocablos y, en general; comportándose como si no fuese una realidad incontrovertible que no hay momento de nuestra vida en el que no estemos comunicando y, por tanto, impactando consciente o inconscientemente en el entorno. La raíz de esto es doble: una filosofía individualista que lleva a ignorar a otros y un relativismo y materialismo práctico que desconoce, también en la práctica, las posibilidades más las consecuencias comunicativas de una Comunión con los congéneres y correligionarios.
Segunda: todos los directivos tratan a sus públicos como “otro yo”. Esto sucede en dos estadios. Cuando se construye el mensaje, no se deslinda la propia manera de apreciar algo para los públicos de lo que interesa sólo al emisor. El otro estadio aparece en el acto de comunicar en el que difícilmente conectamos con los códigos que emplean nuestros públicos para hacer suyos no solo los mensajes, sino la esencia movilizadora que encierran. La prueba del nueve es que comente con su esposa estas consideraciones empíricas. Ellas no necesitan hacer la consulta: ya me han entendido.
Tercera: Todos los directivos hacen sufrir innecesariamente a sus públicos: la lista de torturas que he podido compilar tras años de ejercicio profesional no cabe en un post ni en diez. Ejemplos: retrasos de media hora al comenzar; homilías planas de 20 minutos de duración; diapositivas abigarradas de datos de imposible pero, al parecer, imprescindible lectura; proyectar y leer en voz alta exactamente el mismo contenido de la diapositiva que está en la pantalla; exhibición de horribles pantorrillas debajo de la mesa del conferenciante, con calcetines que chocan con el buen gusto; chiste sin gracia; rollos inmensos que duermen al mejor vigía; abuso mareante de las animaciones de diapositivas que ahora aparecen por la derecha, ahora se esfuman por la esquina superior de izquierda, luego otras de arriba abajo, de abajo arriba, hasta causar justificado temor de que una surja bajo nuestro asiento; falta de conclusiones; descarado maltrato al idioma patrio y terminar una hora después de lo que indica el programa, cuando ya hemos entrevisto por la puerta entreabierta a los camareros paseando el jamón y la cerveza del prometido cóctel de clausura.
Los públicos son los más importante: están siempre ahí, son maravillosamente diversos y merecen nuestras caricias y no nuestras torturas. Les debemos que abandonemos perezas y les atendamos con diligencia que viene del latin (diligo= amar).
José Ángel Domínguez Calatayud