Entre las leyendas artúricas y sus caballeros de la Tabla Redonda emociona la singular aventura de Sir Balin, Caballero de las Dos Espadas, quien llegado a cierto lugar fue obligado por los dueños del castillo a luchar a muerte contra un caballero que había sido confinado a estos efectos en un isla del cercano lago.
Este caballero, todo él con armadura roja, con anterioridad había vencido a otro caballero que la ocupaba también obligado con el mismo fin, antes que él. No había solución: al caballero apresado en la isla sólo se le abrían dos posibilidades: o la soledad de la isla si aventajaba a sus rivales en los torneos o la muerte por espada o lanza de uno de ellos, mientras que desde las almenadas torres caballeros y damas disfrutaban de la contienda.
Pues allí llega Sir Balín, pero antes de ser embarcado con su caballo para el inevitable combate, un caballero de los que había en el castillo le convence para cambiar el escudo mellado con las señales de otros combates y con sus armas y colores por otro que no lucía distintivo alguno y relucía en su blanco esplendor.
Con el yelmo bajado, su caballo, su lanza, su espadas peleó con el caballero de la isla a quien hirió de muerte quedando también él, a su vez, mortalmente tocado, pues no hubo conmiseración en el ardor exhibido por los dos luchadores. Sir Balín cubierto de enormes heridas, aun embrazado el pesado y blanco escudo que le habían dado en sustitución del suyo con sus colores, yacía en tierra, decubriendo demasiado tarde el cruel destino: al levantar el yelmo comprendieron ambos la gran tragedia, pues el que había matado a Sir Balin era su propio hermano, Sir Balan, que se expresó con estas palabras:
.- “Ví las dos espadas – dijo débilmente Balan -, pero llevabas en el escudo un emblema desconocido para mí”.
Los públicos, caballeros y muchas damas, habían disfrutado mucho con el sangriento espectáculo gratuito. (Los hechos del Rey Arturo y sus Nobles Caballeros, John Steinbeck, EDHASA, 6ª Reimpresión, 1984, págs.. 70 a 80)
Hoy también, muchas personas y empresas de valía, yacen postradas carentes de las señas de su personalidad: en unos casos por falta de integridad dejaron que su falsa apariencia cubriera la muchedumbre de sus traiciones; en otros, seguro que los más, su porte distinguido, su nombre, sus armas y aun los colores de su escudo desaparecen tras un escudo, una marca blanca con la que los públicos se muestran entretenidos cuando ni es gratuita, ni nadie les garantiza que, anulada la original, evaporada su identidad no queden desleídas la fuerza, la calidad y la nobleza que dignificaban a esas empresas y a esas personas. ¡Que siga el combate!
José Ángel Domínguez Calatayud