Por azares de mi vida de infancia soy alérgico a una especia: si la ingiero lejos de un centro hospitalario donde puedan inyectarme Urbasón en vena, la palmo. De hecho hace años, en Paris en una cena con colegas estuve a punto de decir el definitivo adiós – me di perfectamente cuenta de que era el instante final, aunque sin luz al final del túnel – y así hubiera sido si no es porque, cuando mis pulmones perezosos o impedidos ya no querían aspirar más aire que unos mililitros, otro amigo, Jesús M. que entonces vivía allí y vio mi estado de postración en el lobby del hotel Sofitel, se metió conmigo en un taxi y me llevó a urgencias de un cercano hospital donde evitaron el inminente shock anafiláctico.
Desde entonces amo más París. Desde entonces amo más a los hospitales de París que al Louvre, la Torre Eiffel o Les Champs Elysées, e incluso más que a la Renault.
También desde entonces me manejo en comidas, cenas y cócteles con un régimen de cautelosa observación. Evito salsas sospechosas, espumas tentadoramente creativas y sorbetes de color ameba.
Antes, en mi juventud de tascas, no había problema porque los pinchos y tapas de cualquier establecimiento de hostelería se ceñían por lo general a ofrecer lo que D. Federico Suarez, ya mayor, solía recomendarme cuando comía en casa: “en cuestión de comidas, siempre materia cierta”. Lo que viene a querer decir que el jamón, jamón; el huevo, huevo frito; el pescado, pescado y la tortilla española con patatas, patatas. Es decir no confiar tanto en reducciones, lechos de leche de cabra y aromas de pulga cazada en su punto.
Sobre todo en bodas, ayuda imprescindible en esa cautelosa observación son la vista y el olfato de mi augusta esposa que enseguida se percata del peligro y que me dice cuando viene la camarera con la bandeja: “querido, los volovanes de sesos de cordero al toque de albahaca y vinagre de Kazakstán, ni lo pruebes”. Otras veces me mira y me hace una señal de prohibido el paso enarcando la ceja derecha cómo fiel semáforo rojo frente a la nécora en salsa rosa.
El pasado sábado fuimos invitados a una boda en Sevilla. La creatividad de los canapés servidos en el cóctel encendió las alarmas, pero pude zamparme unos cartuchos con choco y unas croquetas de cocido que estaban de muerte (aquí, muerte tiene sentido figurado admirativo).
Sentados a la mesa con algunos ilustres profesionales y sus no menos ilustres cónyuges, comenzó la distribución del primer plato: un timbal de langostino sobre salsa sospechosa. Recibí la señal de “tú ni probarlo” y así se la transmití al atento camarero que dejó mi plato vacío.
Pocos instantes después se acercó una profesional del Catering que inmediatamente informada de mi minusvalía alimenticia, se deshizo en ofrecimiento de alternativas no venenosas como lubina a la plancha, algún revuelto o cosas así. Decliné admirado toda esa gentil exposición de platos, pues no me agrada importunar con una preferencia personal en una celebración de tanta gente: ¡bastante tienen con servir lo previsto! Lo confieso: quedé impactado por una manifestación práctica de lo que en las escuelas de negocio llaman “orientación al cliente”. ¡Vaya generosidad de trabajo el de aquella mujer!
El martes siguiente coincidí en Los Palacios y Villafranca – que así es el nombre completo de la localidad – con José Manuel R., lugareño amigo al que entre una cosa y otra le conté el caso de mi primer plato. Y me dijo que a él le había sucedido una cosa parecida a cuenta de una alergia con algo del marisco y le habían tratado igual de bien, con la misma excelente calidad.
.- Ese es el catering de Manolo Mayo y familia, y la muchacha es Emilia, hija de uno de ellos. Es el mejor restaurante de Los Palacios y trabajan mucho y bien. Mucho y bien – remachó.
Tengo ganas de volver a Los Palacios y decir a Emilia que quiero escribir en el Libro de Aclamaciones. No en el de “reclamaciones”, sino en ese libro que nunca tienen y deberían tener los establecimientos grandes; grandes no por el tamaño del negocio, sino por la talla moral y profesional de las personas.
Quede escrito: deseo hacer constar en el Libro de Aclamaciones del restaurante Manolo Mayo de Los Palacios (Sevilla) mi admiración por Emilia y el modelo de excelencia de este negocio, singularmente en la actividad de Catering. Firmado: yo.
José Ángel Domínguez Calatayud