La fuerza de tener un nombre
Moving onto the bigger things
I began to spread my wings
No longer in chains
I’m dancing over these flame
(Fire under my feet, Leona Lewis)
En la segunda fila, vistiendo chaqueta de cuero negro y zapatos deportivos, el hombre susurró unas palabras en su Smartphone. En pocos segundos y por 59 millones de dólares (66,3 millones si añadimos la comisión) quedó cerrada la puja en la subasta de L’Allée des Alyscamps (1888) de Vicent van Gogh en el Sotheby de Nueva York.
La noticia redactada en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, lleva la firma de Rose-Maria Gropp; la Responsable de Mercado de Arte del prestigioso rotativo alemán resalta que las ventas de ese día en la prestigiosa casa del 38 de 61 Street, cerca de Central Park, entre Madison Avenue y Park Avenue, habían ascendido a la cantidad de 368 millones de dólares, en una sesión dedicada a Impresionismo y Modernidad. Es la segunda mejor cifra de la temporada, sólo superada por los 422 millones de dólares de noviembre. Otro aspecto destacable es el creciente acento oriental de las pujas – el dinero para el arte viene de Oriente, como el dorado Sol -: tres de las cinco obras más importantes (Monet, Picasso) fueron adquiridas por asiáticos.
El comprador de L’Allée des Alyscamps abandonó la sala sin hacer comentarios y, a lo mejor se sacudió el stress en el spa de Julien Farel de la acera de enfrente o se tomó un café italiano en el también próximo Sant Ambroeus.
Sea lo que fuese de él, no sabremos la razón de su millonaria compra: el cuadro dista mucho de ser Los lirios pintado un año después. Quizás, como concluye Rosa-Maria Gropp, no haya más motivo que el nombre: “Un Van Gogh es un Van Gogh”.
La rareza vende. La rareza vinculada a un nombre de prestigio vende más. Y la rareza asociada a una gran corriente de aprecio de ese nombre se vende a gran precio. En castellano clásico se dice que el buen paño en el arca se vende. Lo que ha adquirido un prestigio, una notabilidad, no necesita estar en el escaparate ni ser lanzado por una campaña de marketing.
Ningún nombre es recordado mucho tiempo por sí solo. Esta es la otra cara de la moneda. El nombre no hace las cosas pero, una vez hechas, ellas llegan a identificar al autor.
Por eso, para dotar de fuerza a un nombre, lo preferible es siempre vincular estrechamente, trenzadamente tres cosas: integridad, trabajo hecho a conciencia y una emoción que abrace los mejores sentimientos.
Integridad, sigue siendo lo contrario a a corrupción: la peor corrupción es la de los propios ideales y principios. En comunicación se castiga con dureza la traición del protagonista a sus propia identidad.
Trabajo hecho a conciencia sigue siendo un montón de horas llenas de detalles con textura de competencia y tacto de recta intención. No hay tantos atajos para una obra de arte, sea un pastel, un buen informe o la cama bien hecha. En comunicación la palabra bien dicha importa y la imagen bien iluminada fundamenta.
Emocionar es sellar en el corazón de las personas el fuego que las haga más sabias, más buenas, más bellas. En comunicación dejar frío es capitalizar olvido cuando no desprecio. A veces es sólo la sonrisa que faltó en Recepción, o la mirada al suelo y no a los ojos, o el comentario desabrido que se deslizó entre las diapositivas de la presentación.
La fuerza de tener un nombre se genera en nombrar las cosas como son, pero expresándolas en el propio lienzo y con los propios pinceles. Sí, también si son postimpresionistas.
Idea fuente: el nombre importa, pero más importa ser auténtico
Música que escucho: Fire Under My Feet, último single de Leona Lewis
José Ángel Domínguez Calatayud