Había que intentarlo

 

 

I’m not a perfect person
There’s many thing I wish I didn’t do
But I continue learning
(The Reason, Hoobsatank)

 

Hoy he ido en transporte público al centro de la ciudad. A la vuelta, mientras esperaba el autobús de la Línea 30 se me ha acercado un hombre. Su aspecto era descuidado, de pobre y de pícaro. Era mayor, pero no mucho; no parecía alto, pero quizás es porque caminaba ligeramente encorvado; vestía una especie de chaquetilla de tejido ligero, con el logo de alguna empresa: una prenda de trabajo para un parado; pantalones de color indefinido tirando a gris. En la mano, anudada, un bolsa blanca de plástico de una conocida superficie comercial con vaya usted a saber qué enseres en su interior.

Autobús urbano

En la parada sólo estaba yo. En cuanto me he percatado de su mirada y del modo de acercarse me he convencido de que me pediría algo.

Ya delante de mí, su pelo de grises apuntes se arremolinó por una ráfaga de viento. Su rostro cetrino, haciendo armonía con su mirada de súplica, se levantó hacía el mío, mientras, abriendo su mano con una mínimas monedas de cobre me pidió.

.- Caballero, 30 céntimos nada más, que me faltan para el billete.

Sólo por la pinta, el modo de pedirlo y la experiencia de otras peticiones similares supe que aquello era un embuste. Marketing mendicante, si lo prefieren. Pero aquel deshilachado personaje no necesitaba 30 céntimos para el autobús. Para el billete no necesitaba nada. Para subsistir, quizás. Para tener solucionada la semana, seguro que bastante más que 30 céntimos.

Sólo 30 céntimos

Me he sonreído por dentro acordándome de un reciente artículo de Arturo Pérez Reverte (El estafador anacrónico, XL Semanal, 11 febrero 2018) sobre esos otros personajes, un escalón por encima de mi pobre de la Línea 30, que pululan por estaciones y aeropuertos.

Luego, le he dado un euro, diciéndole “anda, ya no te falta nada”.

Ha dado cortés las gracias. Enseguida ha llegado el autobús. Mientras yo pagaba el billete al conductor-cobrador-vigilante, mi pobre se ha colado rápido intentando ganar el pasillo pasando oculto tras la enfilada de mis espaldas.

.- Eh, amigo, ¿dónde va? – le ha clamado el conductor-cobrador-vigilante –que ha visto la maniobra evasiva por el gran espejo retrovisor interior.

.- Nada, nada – ha respondido mi pobre –, que aquí veo mejor las monedas.

Ha vuelto y ha pagado 1,40 euros del billete.

Yo ya estaba sentado en mi sitio y riéndome de la escena. Mi pobre sinvergüenza viendo mi incrédula sonrisa, entre hilarante y sorprendido ante el descaro, tocándome suavemente el hombro al pasar ha soltado sottovoce:

.- ¡Había que intentarlo! ¿no? – y se ha sonreído a su vez.

La resuelta expresión de falsa justificación  – “había que intentarlo» – trae a la memoria dos o tres cosas.

Sagacidad, astucia y bien común

En primer lugar – mutatis mutandi –, la frase de Jesús “los hijos de este mundo son más sagaces en lo suyo que los hijos de la luz” (Lc. 16.8).

En segundo lugar, un modo de actuar ligado a temperamentos de rompe y rasga: “prefiero pedir perdón a pedir por favor” me lo sintetizó un día un amigo. Son aquellos que prefieren los resultados apetecidos a la cortesía debida. Pero también y por contraste mi cobardía para no acometer deberes por miedo a la contrariedad que aventuro sobrevendrá si me atrevo.

Y luego, ya en tercer lugar, por inflación, todo el vasto panorama de los hechos consumados, de los “por si cuela”, de los “el fin justifica los medios” y toda la comunicación ideologizada, toda chapuza antiprofesional, todos esos encogimientos de hombros cuando la ignorancia descuella por su atrevimiento y además la justifica: “había que intentarlo ¿no?”.

No exculpo la pillería de mi pobre de la línea 30, pero la prefiero frente a quienes se aprovechan de su cargo, de su poder y del olvido de los principios para salvar su trasero (poltrona, puesto en la lista electoral, etc.) y no honran el comprometido servicio al bien común.

Idea fuente: mi pobre de la línea 30 y su frase de pícara justificación.

Música que escucho: «The Reason», Hoobastank (2003).

José Ángel Domínguez Calatayud

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