Un silencio en el Sepulcro

Llorando nos postramos
ante tu sepulcro para decirte:
descansa, descansa dulcemente.
Descansad, miembros abatidos
descansa, descansa dulcemente
(Coro final de Mathäus-Passion, BWV 244 J.S. Bach)

 

Han dado las tres de la tarde en Jerusalén. Cristo acaba de morir crucificado y lo llevan a sepultar.

En la extensa iconografía cristiana no es abundante, no puede serlo, una imagen del Cristo sepultado. Después de que aquel “hombre rico de Arimatea” hiciera “rodar una gran piedra a la puerta del sepulcro”, “se marchó” (Mt. 27,60). Y ya nadie vio, nadie pudo ver, nada más.

La Piedad, Miguel Ángel

Sí hay recreaciones del descendimiento y de la acción de dar sepultura. Sabemos qué pasaba a este lado de la roca. “Estaban María Magdalena y la otra María sentadas frente al sepulcro” (Mt. 27, 61). También conocemos que, “al día siguiente de la Parasceve” algunos “se fueron a asegurar el sepulcro sellando la piedra y poniendo la guardia(Mt. 27,66).

Pero, ¿dentro? Dentro, oscuridad para la luz misma del mundo. Silencio para la Verdad que resonará atravesando la Historia. Dentro, quietud para quién caminó haciendo el bien. Y un Cuerpo muerto envuelto en una sábana limpia. Un cuerpo con las señales de la tortura. También con muestras de humana piedad en forma de unas cien libras de mirra y áloe (Jn. 19, 39).

Es la noche. Photo by Brent Cox on Unsplash

Han empezado unas tremendas horas: las horas sin Alma. El cuerpo de Cristo yacente en serena mortalidad no oye. En su insigne majestad, no ve. Tampoco siente. En sus manos, en su pies y en su costado cinco faros apagados que iluminarán los tiempos y las personas.

Yo me he quedado dentro con Él. Estamos a oscuras. Oscuridad física y oscuridad del entendimiento. Desde que la gran roca clausurara el pequeño espacio todas las dudas se abren paso. ¿No era el Mesías? ¿Cómo es que no se salvó a sí mismo? ¡Qué redención es ésta que termina con el Salvador humillado, maltratado y con su cuerpo separado de su alma en un sepulcro? Empieza la noche más larga, dura y fría.

La hora de las tinieblas. Las de la cruz, son, qué duda cabe, horas tenebrosas, pero el sepulcro es testimonio de que ha triunfado el amo de la oscuridad. El sábado suena a fracaso total. Todo lo físico de Jesús está sin vida. Murió realmente y si removiéramos el sudario – ¡quién se atreve! – podríamos confirmarlo: Dios ha muerto.

Eso dirían los sentidos sin engañarse. Son los hechos. Es cierto: Cristo ha muerto. Sin embargo la realidad, que siempre es superior a los hechos, testificará en unas horas su victoria sobre la muerte. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte tu aguijón? (1 Cor. 15, 55) ¿Dónde está, diablo, tu gran éxito? ¿En el viernes? ¿En el sábado? Porque el domingo, muerte y diablo, caísteis en la cuenta de que vuestra derrota final comenzó a sellarse en la cruz convertida en árbol de la vida. Ahí os quedáis: siempre y para siempre es la Esperanza quien gana. Es el Amor quien tiene la última palabra para confirmar lo que la Fe apunta.

Sábado (Photo by Charles Deluvio ???? on Unsplash)

Pero hoy no es todavía domingo. Y luego, el sábado es de tinieblas, pero sábado para quedarse con todas las bellas lecciones de este cuerpo maravillosamente muerto ante mí. No me canso hoy de sentirlo tan cerca. Porque, aunque indefectiblemente muerto, es un cuerpo incorrupto e incorruptible ya que “su Persona divina continuó asumiendo tanto su alma como su cuerpo, separados sin embargo entre sí por causa de la muerte. Por eso el cuerpo muerto de Cristo “no conoció la corrupción”(Act. 13, 37)” (CEC, puntos 624 a 630).

Dentro del sepulcro, la frente en el suelo. Caen lágrimas. Lloro lágrimas humanas por el hijo del Hombre, el hijo bueno que ha muerto. Sí, y lágrimas divinas porque quien ahí yace muerto lo está por haber dado su vida a cambio de la mía, de la nuestra.

Sábado de misterio donde busco el alma de Cristo y no la encuentro en esta oquedad. “Descendió a los infierno”. Debe andar visitando a tantos que esperaban en el mundo espiritual la redención de todo el género humano. Tendrán off the record la noticia que partirá en dos el tiempo: antes y después de la Resurrección. Santos que se felicitan. Aquí, sobre el suelo del Sepulcro, pienso en la redoblada felicidad de tantos que creyeron y esperaron. Pienso en su padre en la tierra, José. Y en las mujeres y hombres que desde la noche de los tiempos perseveraron por ver la plenitud de los tiempos: Abrahán, Moisés, Jacob, Ruth, aquellos pastores de hace treinta años en Belén; y en los Magos ¡por qué no! Pienso que separada de la paz de esta tumba el Alma ha derramado copiosa alegría, sonrisa que abraza, y un espíritu que te parte el corazón de dicha.

Ya he levantado la frente del suelo algo consolado, porque tengo la seguridad de que este sábado – misterio, silencio sin luz – es una estación de paso. Me atrevo, pues, a mirarlo. Qué conmoción.

¡Si en su quieta soledad parece no haber sufrido! Pero las llagas, que conservará incluso resucitado, me dicen la verdad del horror pasado. Misterio y mensaje para los que vengan más tarde.

¡Si en sus ojos cerrados parece latir un amanecer! Pero aquí dentro es de noche cerrada. Es la más cerrada de las noches. No cabe en la cabeza lo sucedido.

Pienso en María, su madre. Está fuera en su dolor. Pero está dentro en la sangre que queda en este cuerpo. Intuyo que Ella sabe más, sabe antes, sabe mejor sobre los espacios y los tiempos.

Me quedo quieto. No le oigo respirar – ¡cómo podría! – pero dentro de mí,  junto a Él en su sepulcro, sí escucho el silencio más elocuente que jamás haya existido y que jamás existirá: el canto más bello. Él me susurra el poema definitivo: morí de amor.

(erwan-hesry-409028-unsplash.jpg)

Idea fuente: el sábado, en el sepulcro, con el cuerpo muerto de Cristo.

Música que escucho: «Wir setzen uns mit Tränen nieder«, Chorus, Hungarian State Symphony Orchestra dirigida por Géza Oberfrank (Coro final de la Pasión según San Mateo, Johann Sebastian Bach, 1685-1750)

José Ángel Domínguez Calatayud

 

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