Crónica desde un tumor

Jaime es un conocido con el que jugué recientemente al golf. El nombre es ficticio, como algunos de los escenarios, para resguardar la intimidad del auténtico. Hace unos años le detectaron un tumor de fatal pronóstico. Como siempre en esos casos no es sólo la salud la que se resiente: economía personal, relaciones, capacidad de respuesta y el propio espíritu, todo queda agredido por la cruel enfermedad.

En Estados Unidos encontró Jaime un Hospital y unos médicos que supieron atajar lo peor de su mal. La quimio fue devastadora; durante largas semanas tomaba más de veinte pastillas.

Un largo tratamiento

Pasaron los años. Por cierto, años también siempre largos y con la espada de Damocles sobre su cabeza. ¡Agotadores los tiempos de dolor!, ¿verdad? Escribía Gustavo Adolfo Bécquer aquella exclamación de su Rima LXXIII “¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!”.

Podemos nosotros suspirar, “¡Dios mío, que solos luchan los enfermos!”. Y que solos, que apretadamente solos, se quedan los que su amor les dijo adiós. Muerte, dolor, amor abren surcos de sangre en las almas.

Del drama, de la tragedia, del abandono se sale con humor, compañía y más amor en una fe fuerte.

A nuestro Jaime, una vez pasada la sesiones más agudas, allí mismo en el Hospital – pongamos el Memorial Sloan Kettering – le recomendaron ponerse en manos de un psicólogo. Es experiencia común que un corazón aplastado necesita ayuda profesional que lo infle. Un espíritu anegado de oscuras incertidumbres y miedos impronunciables necesita abrirse a otro.

Eso no lo soluciona todo, pero alivia con nueva luz las tinieblas, con tal de que ese alguien sepa recibir y encauzar debidamente una intimidad herida. “Toda alma, por santa que sea, necesita un desaguadero”, decía Teresa de Ávila.

Confidencias que alivian

Pero hay angustias y angustias. Enseguida llegó a ser Jaime a una persona que ya no tiene nada que contar, sino dejar al espíritu cantar. Y eso no se hace en una consulta. Hay tareas para el aire puro y los espacios abiertos. “Ponte a jugar a golf”, fue el consejo que le dio el sabio.

Me dice que eso hizo. Desde entonces, sus males los saben los mirlos, las abubillas, los patos del lago del 15, las hormigas del green y la liebre del hoyo 7. Sus confidencias las han escuchados las ramas de los robles, las raíces de los pinos y los hojas del laurel. Si hablasen las repetirían las adelfas del hoyo 1, y las piedras. Y las nubes. Y los santos del Cielo a quienes Jaime se encomendase.

Normalmente me gusta el golf en silencio, o en conversaciones tranquilas de espaciados pensamientos inspiradores. Escucho y guardo en mi almario.

Y ahora, caminaba con Jaime a mi lado por la segunda vuelta, cerca de las casas de Noroeste. Debí de hacer algún gesto de desaprobación sobre el mal resultado de mi último golpe. Quizás comenté lo aleatorio del golf. No recuerdo cuál fue el origen, pero el caso es que Jaime después de un corto de silencio me dejó una frase:

.- El golf nos da lo que le pedimos.

.- ¿? – le miré; él interpretó correctamente mi perplejidad.

.- Si tú le pides frustración, frustración te entregará; si le pides dura competitividad, te devolverá gestos endemoniados, resultados malos y algún acierto; si le pides pasar un buen rato con los amigos, tendrás amigos que te alegrarán y a los que alegrarás.

.- ¿Y si no tengo intención de pedir nada?

.- La más recta intención es no tenerla propia –sonrió Jaime -. En esas ocasiones el campo me ha devuelto humildad ante el fallo, felicidad en el acierto; un universo completo para mí; la admiración hacia los tesoros internos de otros. Y aprender que hasta el aire que respiramos es un don por el que dar gracias a Dios. Sólo no pidiendo nada para ti, Él te da casi todo lo que importa.

.- Como la vida, tantas veces – musité.

.- La vida imita al golf – me recordó Jaime -. Pero lo imita sobre todo en el modo con el que la afrontamos. No te rindas y ella será valiente; ve a por el objetivo que está dentro de ti y te devolverá la meta. Pienso que esa es la lección, la terapia que me salvó; el golf me hizo caminar hasta el fin del mundo.

Abrió los brazos como queriendo encerrar en ellos el orbe y se rió. El mundo ya lo llevaba dentro.

 

 

Idea fuente: la vida como el golf te da lo que le pides

Música que escucho: The End of The World, Skeeter Davis (1962).

José Ángel Domínguez Calatayud

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