Después de tomar una hamburguesa en el McDonald’s de Saint Martin Lane, habían pasado la primera hora de la tarde en su mercadillo preferido. Para Diana y su hijo de cinco años, Paul,era una escapada navideña. Ella, estaba en trámite de divorcio de Steve; tenían la custodia compartida y no tendría consigo a Paul la Nochebuena. Por eso, en ese 20 de diciembre preparaba un plan madre e hijo para respirar juntos al menos por un día espíritu navideño.
¡Cuánto le costaba a ella esa separación de su niño en día tan especial! Esa era una razón más para llenar de intensidad las horas de aquella tarde. Había salido del trabajo un poco antes; había obtenido también el permiso del colegio para sacar a Paul de clase antes de tiempo. No fue fácil; la estricta educación británica tiene sus ventajas, pero la laxitud en la asistencia a clase no es una de ellas.

Bien abrigados el niño y su madre iban de un puesto a otro. Canopy Market era un estallar de emociones: luces, muchas luces; trajín, susurros y un fondo de música navideña con un coro; y miles de cosas para regalar en cada uno de los puestos: vinilos; chocolate de Yvette; ostras de Colchester, zapatillas de Crown Northampton; tarjetas de felicitación de Chloe McCarrick; jarritas de cerámica de Isabella Lepri. Y un largo, luminoso y fascinante etcétera.
Todo se lo compraría Diana si tuviera dinero para ello. Cogido de la mano, Paul, terminó una chocolatina que llevaba en la otra. Se pararon frente al puesto de figuras venecianas de Vittorio Amadeus. A Paul se le quedó mirando un ángel amable que mostraba una hermosa sonrisa desde su sitio, casi oculto tras otras piezas.
.- Mira, mamá, ¿podemos llevarnos ese? – dijo señalando el angelote de túnica celeste, doradas alas, pelo rubio y una sonrisa de esperanza.
Diana se lo compró. Paul, lo sacó de la bolsa y lo sujetaba con su mano redonda. ¡Qué contento estaba!

Luego, tomaron el metro en St. Pancras. En veinte minutos ya estaban en Trafalgar Square. Era un tradición desde cuando la pareja se conoció ir antes del día de Navidad a ver el abeto finlandés de casi veinte metros y después hacer una visita al Belén de la misma plaza. Hasta su separación Steve y Diana nunca habían faltado a esa cita juntos.
A ella le faltaba el aire ahora ahogada de emociones delante de las luces; en su corazón sonaba la canción que amaron cuando se amaban de novios: “The end of the world”.

Vibró el teléfono de Diana. Miró quien era y se le apretó el corazón en el pecho como una herida nueva. En la pantalla cinco letras: S T E V E.
A su lado, entre turistas y gente con prisas, Paul iba de la mano, casi a arrastrando a su madre hasta la gran urna de cristal levantada a los pies de la Columna de Nelson que alojaba el Misterio: San José, la Virgen María, el Niño. Las figuras de este año eran de Tomoaki Suzuki, que había compuesto un conjunto algo frío, pero sugerente. Paul, pegada la nariz al cristal junto a otros niños con globos azules, parecía querer atravesar el vidrio para dar un beso al Niño Jesús: era como una cacahuete blanco. María de rodillas, adoraba; José, tumbado sobre su costado derecho, sosteniéndose la cabeza con la mano, no quitaba ojo a ese Niño. Sus ojos contemplaban la infinitud envuelta en pañales.
Él había participado en el torneo de golf que cada año por esas fechas celebraban los de su despacho de abogados. Luego, la comida en su club – el London Scottish Golf Club – y la confraternidad con whisky, risas y finas ironías.
.- ¿Qué pasa, Steve?
.- Nada, felices fiestas y esas cosas…
.- Ya, “esas cosas”… – repitió fríamente Diana recordando cómo la palabra Navidad había ido desapareciendo del vocabulario de Steve al mismo ritmo que su ternura.
.- Me preguntaba – balbuceó el hombre – si podríamos vernos…
.- Claro, vendrás a recoger a Paul – dijo Diana sabiendo que esa no era la respuesta que él esperaba.
.- ¡Diana!…
.- No empieces, Steve… fuiste tú. Sólo tú olvidaste The end of the world.
En ese momento Diana se dio cuenta de que la mano de Paul no estaba dentro de la suya: tampoco veía su cabeza frente al cristal del Nacimiento. Con la conversación telefónica ella se había alejado unos metros.
Una fuerte sacudida le estremeció.
.- Paul, Paul, ¡¡¡¡Paul!!!
Pero el niño ni respondía ni era visible.
.- ¿Qué pasa, Diana? – sonó la voz preocupada de Steve-.
.- No veo a Paul; estaba aquí en Trafalgar. ¡Paul!, ¡Paul! – gritaba mientras daba la vuelta a la descomunal urna transparente que contenía el Belén de Tomoaki Suzuki.
La angustia le apretó hasta hacerle daño. Colgó a Steve. Volvió al sitio y nada. Preguntó a los de los globos azules por el niño que llevaba un ángel en la mano.
.- Sí, se fue por allí con su abuelo.
Ahora al horror se sumaba a la angustia: Paul no tenía ningún abuelo en Londres.
Corriendo como una loca se dirigió al Pall Mall, por donde los niños le habían indicado. Corría y rezaba una plegaria aprendida de su madre. Nunca había corrido así, nunca su oración fue más intensa e infantil: “Angel of God, my guardian dear/to whom God’s love commits me here;/Watch over me throughout the night,/keep me safe within your sight.”
Vio a un par de policías en la esquina de National Gallery y les pidió ayuda mientras miraba y corría buscando un imposible.

.- No pueden estar lejos –trataron de tranquilizarla mientras activaban las alarmas por walky talky –; tienen que ir a pie, en esta zona no puede parar ningún coche.
Sus pasos les llevaron a la esquina de Whitcomb Street, menos frecuentada que las demás calles.
No habían recorrido más que unos metros cuando tropezaron con un ser de aspecto oriental que empujaba un carrito de chucherías. Pararon al original sujeto. Los ojos de Diana se fijaron en una sola cosa de aquel carricoche: encima de todo estaba el ángel que había comprado a su hijo.
.- ¿Dónde está? ¿Dónde ha puesto al niño? – preguntó con voz nerviosa cogiendo la figura del ángel.
El policía sostenía con fuerza al hombre aquel que alzaba la voz lleno de escusas.
.- El abuelo que llevaba en brazos al niño herido me tiró esa figura aquí – dijo señalando su carrito -; corría para llevar al niño al hospital.
¡Herido! Diana estaba al borde del shock, pero sacó fuerzas de donde no las había. Siguió calle arriba al segundo policía. Otras sirenas ya se escuchaban a los lejos. El policía giró por St. Martin Street donde estaba el Just Park. Enseguida vieron un Ford azul que salía del estacionamiento en dirección a ellos. El policía se puso delante apuntando con su arma al conductor que detuvo el coche y salió corriendo a pie intentando huir. No llegó lejos: fue detenido e inmovilizado a unos pasos por otro agente.
Diana corrió hacia el coche, mirando ansiosa dentro. Y nada. Unos golpecitos se escucharon desde el interior del maletero. El agente que le había acompañado en la carrera lo abrió y allí estaba Paul, maniatado y con un brecha en la cabeza.
.- Mamá, mamá – lloró Paul en cuanto vio a su madre – le pedí a mi ángel que te buscara, pero “el hombre” me lo arrebató y todo se volvió negro.
Diana abrazaba temblando al niño que apretaba al ángel en su pequeña mano.
.- Sí, mi niño él me trajo a ti – y al mirar aquella figura vio más amplia la sonrisa del ángel: sonrisa de esperanza.
.- Hola, Steve – hablaba por el teléfono – ya está. Paul está con nosotros. Vamos en ambulancia hacia el St. Mary… No, no es nada… pero tienen que evaluar, ya sabes.
.- Bien, gracias por llamar, Diana. Voy para allá. Además debemos hablar.
.- Sí, debemos hablar. Y también escuchar.
Idea fuente: Un cuento de Navidad para un mundo necesitado de esperanza
Música que escucho: The End Of The World, Skeeter Davis, (1962)
José Ángel Domínguez Calatayud
Ahora ya no tenía dudas: el ángel sonreía de veras.