Hoy hablábamos tú y yo de palabras. Siempre nos han gustado. Viejas palabras, nuevas palabras. Y las que tú yo nos inventábamos con dieciséis años. Ahora dábamos vueltas a palabras andaluzas. O eso nos parecían a nosotros: ajoblanco, angurria, arcaucí (alcaucil). Tú dijiste “azufaifa”.

Yo no sabía que significaba. Tú sí. Pero para mayor precisión, con tu teléfono inteligente hiciste lo que tanta gente: consultar en alguna página de Internet. Y me leíste: “Del árabe hispano azzufáyzafa, también azofifa; éste del arameo zūzfā, y éste del gr. ζίζυφον). Azufaifa. Femenino. Fruto del azufaifo. Es una drupa elipsoidal, de poco más de un centímetro de largo, encarnada por fuera y amarilla por dentro, dulce y comestible”. Luego de otro web volviste a leerme “que se conoce como la fruta de la inmortalidad«.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Recordamos juntos aquella edad donde no pensamos que hubiese edad: sólo quisimos durante muchos días que el tiempo no acabase. No, no se trataba de no envejecer – ¿quién piensa en la ancianidad cuando no has llegados a los veinte? – sino de que el minuto, ese minuto apretado de miradas, nunca terminase. Aquello encerraba el doble deseo de ser inmortales juntos y de que no llegase la hora de partir.

Cuando la tarde se hace noche y había que despedirse en el portal era como un plazo de la muerte, un desgarro en la tela de nuestro tiempo… del tiempo sólo nuestro, quiero decir. Separarse era morirse un poco. No lo decíamos así, claro, pero a sí lo sentíamos. Pero morir a plazos era – gracias a la esperanza de vernos al día siguiente – vivir a plazos. Habría gracias a Dios una nueva mañana en que me entregarías quizás una nota y yo otra a ti. Indescifrables grafías. Habría un nuevo sábado por la tarde de cine o de callejear bajo la lluvia. Aquello era un vivir ratos llenos de vida.
El desgarrón era mayor cuando llegaban las vacaciones de Semana Santa. Y parecía imposible de recomponer en la vacaciones tanta largas, larguísimas, de verano donde, cada uno con su familia, íbamos a pasar semanas sin vernos, sin hablarnos, sin cruzarnos ni la mirada ni los mensajes: entonces no había móviles, ni mensajería instantánea, ni Instagram.
El cuerpo no se acostumbra fácilmente a morir. Pero para el espíritu que tiene semilla de eternidad es literalmente insufrible.
Por eso cuando has leído que la azofaifa es la fruta de la inmortalidad no te he dicho nada, pero aún ando dándole vueltas.
¿Queremos de verdad ser inmortales? No pregunto si queremos ir al Cielo, que para quien cree en Dios es pregunta con respuesta pagada (quien no cree no ve la necesidad ni de la pregunta… al menos hasta el minuto antes). Digo que si, los que profetizan la vida sin muerte aquí en la tierra tuviesen razón, querríamos durar y durar como esas pilas inacabables.
La imaginación se llena de tormentas inescrutables y de especulaciones. como cuando Pedro le escuchó decir al Resucitado respecto al discípulo que amaba: “si yo quiero qué él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?”.

Pero además de ese testimonio de la realidad, tenemos muchos que proceden de la ficción. En el Fausto de Goethe no se habla de inmortalidad, pero sí de una perenne juventud del personaje mientras se prolonga su vida sometido al diabólico pacto con Mefistófeles.
Un similar enfoque fáustico vemos en Dorian Grey (Oscar Wilde, 1890) que para seguir apareciendo tan bello y joven como en el retrato que le pintó Basil Hallward, obtiene el deseo de una juventud que no termina. Él, Dorian no envejece, pero sí la imagen del retrato que va recogiendo en sus rasgos la corrupción de un vida tirada por la ventana. Finalmente él mismo muere tras apuñalar el retrato que le muestra su propia villanía y miseria interna.
El cine tampoco se ha librado de aspirar a la vida sin término. En “Los Inmortales” (1986), “Highlander” en el título original, Russel Edwin Nash que vive en Nueva York descubre que en realidad su nombre es Connor McLeod y que en el siglo XVI vivía en Escocia. Era parte de uno grupo de “inmortales” que reviven después de cualquier accidente o lance mortal. “Russell es inmortal a no ser que sea decapitado”.

Ni lectura de la literatura de supervivencia extrema y joven, ni el filme citado me animan a ser inmortal, al menos de esa manera tormentosa.
Prefiero aquella – ésta – vida donde robo trozos de eternidad con al amor puesto en cada instante. Hasta es posible que la nostalgia me haya abierto los ojos para volver a beber la infinitud que acunaba aquella vida a plazos de la juventud primera. Hoy es lo mismo. De alguna manera, como Connor McLeod soy distinto siendo el mismo. A las puertas de la inmortalidad estamos siempre.
Idea fuente: Hablábamos de la fruta de la inmortalidad.
Música que escucho: Testardo io, la mia litudine, Iva Zanicchi (1993). Es versión en italiano de la canción “La Distancia” de Roberto Carlos que el 14 de marzo de 1974 fue Nº 1 de las listas de España. Han hecho interesantes versiones: Simone, Rosario Flores y Tamara.
José Ángel Domínguez Calatayud
Una respuesta a Fruta de la inmortalidad