Pienso que fue en Reala, en la calle Rodríguez Arias, junto al cine Consulado. A Reala se bajaba por una escalera que se abría a un elegante salón donde podías tomar tu aperitivo y, por la tarde, un café irlandés o una copa en buena compañía con gente “de toda la vida”.

Paz, calma y un sentido sosegado de intimidad exclusiva. Era un de esos sitios con algo del glamour auténtico de Bilbao que hoy cuesta encontrar en muchas partes. Lugares donde eres alguien, no algo que consume y paga y no deja ni propina. Saber ser servido es más difícil que servir bien.
Pues en aquel atractivo lugar creo recordar que fue una de las últimas veces que vi juntos a Cira y a mi amigo Alejo. Todos éramos jóvenes. Todos salíamos en pandilla: tiempo de fiestas en casa de uno o en las discotecas. Tiempo de excursiones a la nieve o a patinar sobre hielo en la efímera carpa montada en Archanda. Comienzo de trabajo para algunos y de seguir estudiando para otros. Hay años, y eran esos, que dejan en la memoria un profundo aunque indefinido sentimiento de ansias colmadas.
Así era no obstante algunos momentos de tedio y de desencuentros: la cuenta de resultados de esos años no ofrece números rojos. Sólo azules. Las aristas de aquellos roces y choques las liman el tiempo y nuestra mente negándose a descongelar neuronas amargas.
En aquella tarde feliz de invierno pude ver la felicidad de los dos. El se había quitado la cazadora y llevaba suéter azul y un camisa de cuadros Oxford. Cira tenía en la silla su abrigo de piel vuelta con cuello de piel con pelo; llevaba el pelo moreno corto y suelto sobre un vestido marrón con cremallera delantera. En la mano izquierda un anillo y un cigarrillo (entonces se fumaba) de una marca americana de tabaco rubio suave.

Ellos no me veían a mí. Y no quise interrumpir lo que parecía una reunión íntima. Así que mientras esperaba al amigo con el que había quedado me mantuve observando. En la música ambiente del local, nada estridente, sonaba – me he acordado ahora – And I Love You So de Don McLean.
Ellos se miraban. Alejo debía estar contando algo divertido. Siempre le gustaban los chistes y ella reía. Luego se hizo el silencio. Ella se giró un momento como dando emoción a lo que iba hacer. Alejo estaba con los ojos cerrados y las palmas de las manos hacia arriba. Cira tomó de su lado su bolso pequeño de Loewe, también de piel vuelta y de tonos ocres; extrajo algo diminuto y lo depositó en las manos de Alejo.
Los silencios contienen códigos. Los regalos hablan: son palabras de quien lo da y de quien lo recibe. Eso lo aprendí de los japoneses en otra vida anterior en una multinacional. La costumbre del regalo (zōtō) lleva implícita no abrirlo inmediatamente: los regalos hablan y los rostros de la personas más. Desde la distancia a la que me encontraba no podía – ni debía – descifrar los códigos ni las palabras de intimidad de dos enamorados.
Sí pude ver qué era aquello que Cira, como un tesoro, puso en la mano de Alejo: un canto rodado que él beso y lo guardó en su bolsillo.
No he vuelto a acordarme de la escena hasta hoy.
Paseaba con Alejo por las murallas musulmanas de Sevilla, cerca del Arco de la Macarena. Íbamos por la parte interior después de admirar la Torre Blanca, las almenas, el adarve, el guía me hizo ver algunas piedrecillas del suelo, desprendidas de la muralla; yo cogí una.

Luego, en la cena en un restaurante de la calle Betis, distraídamente, la puse sobre el negro mantel.
Alejo miró la piedra oblonga y luego a mí. Estaba claro que se había impresionado y yo sabía por qué.
.- Voy a contarte una cosa – me dijo -. Tu canto rodado tiene una historia de los tiempos de los almohades. Pero yo tengo una más antigua de otro canto que tuve en mis manos y que perdí. Lo siento, pues su origen inmediato fue un gesto de intima entrega, pero contenía un mensaje curioso y ancestral: incrustado en su dureza pétrea se hallaba una minúscula hoja de helecho de miles de años.
Las aristas de una roca se pulen por el entrechocar de unas y otras, eso ha construido civilizaciones mejor bruñidas, más cultas: es cruel, pero es fácil. Pero que los poros de una roca hagan sitio y abracen la brizna de una flor es una magia de amor: comunicación de diferentes.
.- ¿Entonces? – le tenté con algo de curiosidad por lo suyo con Cira.
.- Sí, perdí más que el canto que engarzaba la hoja. Perdí los códigos de su silencio y las palabras para que los poros de un corazón retuviesen la brizna de una vida de una persona singular y maravillosa.
Me callé. Alejo tomo en su mano mi canto rodado y en el restaurante sonó And I love You so como un día de invierno en Bilbao de toda la vida.
Idea fuente: un canto desprendido de la muralla.
Música que escucho And I Love You, Don McLean (1970); la hizo muy popular Perry Como (1973) y formó parte del repertorio de Elvis Presley (1975%
José Ángel Domínguez Calatayud
2 respuestas a Historia de un canto rodado