No responden a nada. ¿O sí? Entre las manías más asombrosas distingo las que viven con una historia personal.
En la mente se forjan los caminos. Sendas que nos van llevando. Mejor aún, no nos llevan ellas: nosotros las dibujamos en el corazón, en la cabeza. Mientras transcurre un día, algo nos queda fijado: un daño, una sonrisa, un acto de otra persona.
Este hecho, el que sea, cobra un valor positivo o negativo, porque se queda adherido a una emoción. No sé, aquella vez que se rompió el brazo por primera vez jugando a baloncesto se dio de bruces con la línea amarilla que delimita el área. Ahora odia el amarillo y no sabe por qué.

O todavía más enigmático: le gusta una determinada firma de Rioja. Rara vez lo pide. Pero sólo bebe esa. No sabe de tempranillo, ni que es de capa alta, ni de cuerpo, ni de aroma, ni retrogusto. Únicamente que le gusta y le sienta bien. ¿¿Por qué? Igual que lo demás, ignora que tras abrirse este vino aporta toques balsámicos, y contiene desde el principio recuerdos de vainillas y canelas.
Y, sí, son las canelas y su dulzor lo que desde niño tiene alojado en su cerebro. No lo tiene presente, consciente quiero decir, pero es la canela lo que activa en el hipotálamo las hormonas que escriben en su recuerdo una ternura desconocida, una sensación inaprensible de bienestar. Casi de bienser.
Pues resulta que canela llevaba aquel arroz con leche que su madre hacía de postre en alguna fiesta. La madre se fue al cielo cuando era muy pequeño. Y mamá, así escrito, tiene olor a jazmín, sonido de risa, abrazo de seguridad y sabor a canela: ¡qué más pide un niño! Ella partió, el sabor a canela pervive. Ahora, con la copa de rioja en la mano, siente que está bien y lleno de paz.

Estas cosas se mueven en una dimensión más profunda que las manías y los tics. Hay, por ejemplo, compases musicales, me lo descubrió hace meses mi amigo melómano José Antonio, que en la civilización occidental producen una emoción determinada, que no provocan en un oído oriental. Sí, es educación, pero abismal, epidémica, crónica y vasta hasta convertirse en pandemia continental.
Cada uno de nosotros podría hacer una lista, más o menos divertida, de cosas accidentales a las que les hemos hecho navegar hasta las orillas de lo esencial. No renunciamos a ellas, no queremos olvidarlas, ni sabemos cómo: sabemos que nos gustan, nos emocionan, llegan a formar parte de nuestro temperamento y, algunas, nos enamoran.

Haz la lista: color preferido en general; color preferido para una corbata o un pañuelo. Textura que tiendes a vestir. Estación del año. Oración infantil; animal preferido. Nombres de niña; de niño. Pieza de música clásica. Canción Pop (o indie, o más actual). Montaña o mar. Lugar para sentarte en un restaurante, en misa, en el cine. Y en el avión, ¿pasillo o ventana? Personas que evito, si puedo. Personas con la que estaría una tarde entera. Horizonte o labor manual. Hablar o escuchar. Fruta, sin dudar.
De todas estas cosas hablaba esta tarde con Alejo, amigo de siempre, siempre. Yo no suelo sacar estos temas. Pero él, algo sentimental, le da vueltas a las cosas intentando ver algo más allá de lo que se ve. “El alma de lo que nos rodea”, suele decir. El ser de las cosas. El motivo de que estén aquí, de que las prefiramos o las olvidemos nos interpela.
De este modo hemos terminado hablando del número preferido de cada uno. No se si hay también algo cabalístico en el origen de esa avaricia por determinada cifra. Hay héroes o santos que tienen su número fijo. Por ejemplo, el tres. También han dado los números abundante materia a la literatura y al cine: “Uno”; “Dos hombres y un destino”; “Los tres mosqueteros”; “Las cuatro plumas”… “el Ocho” de Katherine Neville, donde su protagonista. Catherine Velis, se involucra en una aventura espeluznante tras las huellas de un ajedrez de Carlomagno.
Pero volviendo a Alejo, recordamos cuál era su colonia preferida, su color preferido, el azul. Y llegando al número los dos sabíamos cuál es el que le acompaña desde los tiempos del arroz con leche: el 17.
¿Por qué? Como en el caso del rioja nadie lo sabe, pero Alejo tiene escrito un libro con sólo 17 poemas. Celebra, casi como en Alicia en el País de las Maravillas, el día 17 de cada mes; hoy me ha llamado para celebrarlo. Fue una vez al Casino Biarritz y apostó al 17: “Rien va plus”. La bola rodó y el crupier anunció: “Diecisiete, negro, falta”. Recogió las ganancias y hasta luego.
Es un enigma indescifrable pero Alejo y el 17 van tan unidos que parece que se buscan.

Recuerdo que un verano, tendríamos 17 años, en que la chica de la que Alejo estaba enamorado veraneaba a algo más de 17 kilómetros. Había pasado diecisiete días sin verla; ya no podía más. Él, nada deportista y sin conocimientos de carretera, tomó una bici no muy preparada de casa y se fue pedaleando a verla. Los últimos kilómetros los hizo a pié porque el cacharro no dio más de sí. Pero aquella tarde de agosto pasó con ella algo más de 17 minutos para volver en un autobús que costaba 17 pesetas.
Idea fuente: una visita en bicicleta
Música que escucho: At Seventeen, Janis Ian (1975). Muy bella la versión de Céline Dion (2013); también se pueden escuchar las de Sarah Jane Morris (2008) y Jan Ardenn (2006).José Ángel Domínguez Calatayud