Volvió a sacarla de cajoncito de la mesilla de noche. Lo había hecho en ocasiones anteriores. No muchas. No muchas, recientemente. Era una única foto en la que ella, la que había sido su primer amor, aparecía de perfil, como pasando junto a otras personas en lo que parecía alguna celebración y mirando más allá del último destino.

No tenía más fotos. Aquel mes del adiós había roto – como tantos otros enamorados en la historia de la humanidad – los restos rastro de la relación: papeles, tarjetas postales, recuerdos pequeños como una flor en madera, una pegatina de un producto de cosmético con unas iniciales que se correspondían con los nombre que iban a poner a los hijos de los dos. Lo que más tiempo le llevó fue rasgar los cientos de páginas de la extensa correspondencia. Al terminar aquella tarde tenía heridas en las manos que eran nada comparadas con la sangre del alma que derramaba “porqués” sin respuesta.
Ya, todo estaba borroso distante como de otra vida más soñada que vivida, pero él se aferraba sin nostalgia a briznas de imágenes llenas de ratos felices.

Después de mirar la foto, se quedó tranquilo y sonrió pensando que las cosas tienen una razón de ser. El pasado vale si comunica futuro, si afianza visiones valiosas acerca de las personas y la vida. Volvió a sonreír con sincera placidez.
Se había dado cuenta de lo afortunado que había sido en las décadas pasadas después de aquella primavera, llevando dentro de sí lecciones de cómo tener buena comunicación personal.
Guardó la foto en la caja de madera donde dormía los sueños y me llamó a mí. Me telefoneaba para preguntar cómo me sentía, cómo iba aquel proyecto. Me sorprendió pues estuvo solamente a la escucha de lo que yo le contaba. Era una conversación de amistad. Le conté – a él podía contarle todo porque la confianza era inmensa y recíproca – que había estado una hora con una persona que dormía en la calle…
Le interesó tanto que la charla se prolongaba y yo me sentía siendo amigo. El no me interrumpía más que para concretar algún detalle. Aquel hombre se llamaba Bartolomé y dormía en la calle entre cartones. Yo le había preguntado cómo se las arreglaba y me di cuenta de que salía físicamente adelante, pero me dijo que la mía era la única charla desde antes del verano.

Cogió su bolsa de plástico y me aceptó un café que tomamos en la distante esquina de una terraza. No quiso decirme a qué se debía su situación cuando quise indagar. Sólo, en silencio, metió la mano en la bolsa, extrajo una caja de madera y, mientras una lágrima bajaba lenta por las arrugas de su rostro, me mostró un amarillenta cartulina con la foto de una joven muy guapa.
Al otro lado, mi amigo al que contaba esto se había quedado en silencio.
.- ¿Me has colgado? Hola, ¿estás ahí? – inquirí.
.- No – dijo algo misterioso –. No estoy aquí: estoy en la caja de tu sintecho. Abrázalo de mi parte cuando vuelvas a verlo. Y dile gracias.
Idea fuente: las fotos comunican trozos de vida pasada que generan vida presente.
Música que escucho. What I’m leaving for, Lady Antibellum (2019)
José Ángel Domínguez Calatayud