Me llegó un whatsapp: “espero que te encuentres bien”. No reconocí el número de teléfono. No aparecía el nombre. Nunca aparece si no está en la agenda del terminal.
Me quedé mosca. Me enfadé conmigo por quedarme mosca. Era molesto no saber quien lo enviaba. Era incómodo recibir la expresión de estima y no entender a qué venía. No era mi cumpleaños.

Hace muchos años, al comienzo de los móviles, descolgué el teléfono de un número desconocido. Resultó ser una persona que me ofrecía un seguro. Respondí con educación pero molesto con la sorpresa. Me pareció una invasión de un cierto espacio de mi intimidad.
Las conversaciones de teléfono siempre han tenido para mí un algo especial. Hubo algunas de las que marcan mantenidas desde teléfono fijo – no había móviles – durante largos minutos. Que eran muchos minutos – a mi y a ella se nos hacían cortos – me lo hizo ver mi padre mostrándome la factura de Telefónica. La chivata compañía no tuvo el pudor, no ya de ocultar el costo, sino ni siquiera los minutos. ¡Un horror!
Definitivamente hablar por teléfono era para nosotros algo más interior que sólo privado: era lo íntimo; lo que queda entre dos.

Me ha hecho recordar aquellas horas de lejana cercanía el anuncio de que, durante unos días, los españoles tendremos controlados nuestros móviles para que las autoridades tengan conocimiento “estadístico” de hábitos colectivos de desplazamiento a efectos de atención ciudadana y mejora en los servicios públicos. Miau. No me fío. ¡Si tienen ya más datos de uno que su cónyuge!
Y de remate me llega ese mensaje interesándose por mi bienestar.
Con aquella primera llamada del seguro aprendí a meter en la agenda del móvil no sólo los números de familiares y amigos, que eran los números que solía anotar en la agenda de papel, sino también los no deseados. Me pareció entonces un poco bruto y desconsiderado, pero eso ha sido un escudo de bloqueo frente a la persistencia de algunas redes comerciales. Además, ¡cómo es qué tienen mi teléfono!
No contesté al whatsapp, porque mi estado de ánimo sólo lo expreso en contadas ocasiones, nunca por redes y, preferentemente, a quienes quiero.
Ya había olvidado el mensaje primero. Estaba ocupándome en pensar qué escribir. De pronto, desde el mismo número anónimo otro mensaje: “hace tiempo que no hablamos”.
No pegué un respingo porque en mi familia no hacemos esas cosas, pero sí que me vi sorprendido.
Estuve un buen rato pensando si responder algo o preguntarle quién era. Lo último lo descarté por la soberana razón de que los de Bilbao no hacemos preguntas. ¡Para qué!
La respuesta no fue necesaria; llevaba media hora escribiendo posibles mensajes de contestación cuando llegó – ¡ping! – el tercer mensaje.
Me dio un vuelco el corazón. Sólo dos personas en el mundo conocían – y una era yo – el significado de una palabra construida mitad en inglés, mitad en español.
La otra persona…
Ring – Ring – Ring: descolgué de inmediato y anhelante el teléfono.
.- Buenas ¿es usted Don…? Le llamamos de Jazztel con una oferta que no podrá rechazar…
.- Perdón, señorita – le interrumpí en un susurro – me pilla en medio del sepelio de mi madre…
.- Mis disculpas…
Colgué rápido a la entrometida y abrí Whatsapp para escribir como un latido una sola palabra a continuación del tercer mensaje: “Cheedos!!”.

Idea fuente: Mensajes inesperados, llamadas inoportunas
Música que escucho: Atlantis, Donovan (1968)
José Ángel Domínguez Calatayud