Lo que dicen los difuntos

No dicen nada. Todo lo callan. Todo lo dijeron en vida. Ya sólo el silencio. Y unas huellas, un aroma, una frase que persisten en los ojos del corazón, en la nariz del alma… en los oídos del recuerdo. Los más antiguos  tan presentes.

Olor a café; olor a tabaco; “no vuelvas tarde”; ¿te has puesto el chaleco?”; “Jesusito de mi vida, eres niño como yo”; la bella sonrisa del reencuentro; un Ángelus, -¡Felicidades! – y brindis porque es Navidad; arroz con leche; la incipiente pérdida de memoria; un coche viejo; y un apretado abrazo aunque no viajabas al Polo Norte, sino a una universidad cercana.

No dicen nada y, sin embargo, resuena la confidencia aquella que te hicieron, como brújula que indica nítida la recta dirección; como clamor son las caricias y concierto sinfónico el ejemplo de sus vidas: portentoso baluarte frente al maremoto que te cogió, traidor, por la espalda. 

Hay nadas llenas de infinito. No se pueden contar las veces que te miraron esos ojos cerrados. No se pueden grabar las palabras de reprensión (seguro que merecidas), ni las de amor, pudorosamente cortas, pero agudas y tiernas hasta perforar la dura veta de tu terca mente. También incontables las noches en vela, preocupados por la enfermedad que sufriste. Y los “¿por dónde andará?” que agitaron sus noches o los pasos ¿perdidos? por el pasillo esperando el sonido del teléfono o el de tu llave en la cancela.

No dicen nada porque ya lo dijeron todo. Y cumplidos los días no era necesaria más vida suya en la tierra, que la flor fue cortada cuando todo el aroma y la belleza llegaron al esplendor. Conocimos ese esplendor que ahora es estrella de misión cumplida.

Padre, hermana, hermano, amigo bueno y ¡madre! abiertas dejáis las puertas a todo lo mejor: no queremos quedarnos en el zaguán esperando retornos imposibles.

La muerte no es algo de risa como se pretende abominablemente. Pero tampoco la siento como portadora de triste desesperanza. Más bien como una oportunidad, una más, para escucharos ahora que nada decís, porque vuestra partida es el canto al “pato apresurado” para que – tú, amiga del alma, y yo, pobre mensajero – nos tiremos al agua a nadar la vida con tantos otros.

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Y si las olas inesperadas, o el  propio despiste, nos arrojan de cabeza y pico a la orilla, no tenemos que mirar buscando vuestra mirada ni esperar a ver qué decís: ya lo sabemos: somos el pato apresurado y nos toca volver al agua y agradecer la bendición de vuestra existencia precisamente aquí en el inmenso lago de vuestra ausencia.

Un privilegio acreedor de una sentida plegaria.

Idea fuente: lo que los difuntos pueden decir.

Música que escucho: Requiem, Vicente Amigo, con Niña Pastori, Arcángel, Miguel Poveda, Rafael de Utrera y Pedro el Granaino (2017)

José Ángel Domínguez Calatayud

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