Aquella mañana se decidió una vida

Anduviste pensando si reconciliarte era una manera lógica de actuar. Una parte de ti decía que no. Otra parte de ti decía que sí. La partidaria del no tenia razón. La del sí también tenia sus razones.

Si le llamabas habías perdido. Si no descolgabas ya el teléfono a lo mejor estabas perdida. Sin él, perdida. Temías no poder vivir sin él. Eso decían las canciones. Eso te decía el corazón. El mismo corazón que te gritaba que la culpa de la discusión de esa tarde era de él. ¿Qué se creía? ¿Un genio de la discusión?

Pues él había perdido. Ella tenía dieciséis o diecisiete motivos más para tener razón. Además, ¿quién le necesitaba? Por un momento pensó que ella sí le necesitaba, aunque se hiciera el interesante, el importante y le hubiese dejado en el portal – hierro forjado y cristal – con la palabra que ellos habían acordado no decirse nunca: “adiós”.

¡Cómo se había atrevido a decir adiós! Eso sonaba a definitivo, a ruptura, al final del todo.

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Pues ella no iba a dar el primer paso. Que llame él. Y si no… era muy joven, y vendrían días mejores. Ya habría otro chico. Y con una larga lágrima decidió que el adiós lo profería ella, hoy, aquí, esta mañana.

El tiempo ha pasado.

Mucho  tiempo.

Todo el tiempo.

Él, un soberbio, nunca llamó.

Ella tampoco.

Le vio hace unos años en una ceremonia de alguien común; una boda; o un funeral: qué más daba a estas altura. Había mucha gente conocida y familiares. El pasó a su lado con poco más que una fría y cortés inclinación de cabeza. Ante eso, lo lamentó después, ella tampoco le dirigió la palabra. Qué frío es el tiempo pasado.

Ahora las décadas se han amontonado sobre la historia de cada uno.

Estaba ahora donde aquella mañana. Ya había pasado todo. Y la vida, pensó, se decide en un instante. Haciendo algo. O dejándolo de hacer. Una llamada de teléfono, un paso de perdón, un abrazo de olvido y recuerdo bastan para decidir la biografía personal y la de otros.

Se acordó de una canción de aquella época: “Tú que puedes vuélvete/Me dijo el rio llorando./Los cerros que tanto quieres,/-me dijo-/Allá te están esperando”.

Pero sabía que una parte de su vida era un río. Y por decisión propia. Tocaba seguir el curso hasta el mar.

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Añoraba los cantos rodados de su juventud, y la velocidad del fresco descenso siempre con él. Y le venía a la mente la estrofa que seguía: “Es cosa triste ser río/Quien pudiera ser laguna …/Oír el silbo del junco/Cuando lo besa la luna …

Una parte de ella era río. Pero otra parte, junto a los juncos, besados por esta luna de enero, se había remansado en el lago.

En el lago, salvajes, le pareció oler gotas de él.

Idea fuente: todos los días, también aquella mañana, decidimos parte del futuro.

Música que escucho: Sixtneen Reasons, Connie Stevens (1959)

José Ángel Domínguez Calatayud

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