Hoy todavía está tu luz

Ayer viernes fue la primera luna llena del año. Su redondez brillante encendió el cielo. También ha prendido un tierno recuerdo de noches de primera juventud.

Photo by Aditya Chinchure on Unsplash

El médico había ordenado mi confinamiento durante, al menos, tres meses. No fueron días malos. Me cambiaron a una habitación exterior al noroeste. Tenía derecho a tebeos y otras historias gráficas: “Hazañas bélicas”, “Capitán Trueno”, “El Llanero Solitario”. También me dieron una radio de pilas donde escuchaba música, pocas noticias y novelas de Guillermo Sautier Casaseca. En la sobremesa – más bien “sobrecama” – muchas tardes daba alguna biografía novelada para radio. No se me olvida la de María Antonieta y su trágico final.

El caso es que en aquel estado de  semipostración cultive la planta de la soledad. Me explico, no es que no tuviera visitas. Las tenía. Para empezar la casa no estaba vacía y mi muchos hermanos pasaban por allí y me alegraban con alguna gracia. Menos frecuentes, pero igualmente gratas, recibía visitas breves – así estaba médicamente ordenado – de compañeros de clase. En esto de las visitas lo mejor, sobre todo al final de la “cuarentena”, eran los fines de semana.

Sábados y domingos venían amigos y primos. A veces, en esas ocasiones, metían la televisión en el cuarto y veíamos una película. No se sí es de entonces, pero en esa habitación en apretada intimidad vimos “La Senda de los elefantes” (Elisabeth Taylor, Dana Andrews, Peter Finch). El corazón, aún hoy se aprieta acelerado, resintiendo la dulce felicidad de aquel visionado.

Lo de menos era la aventura de aquella joven novia del rico propietario en el Ceilán británico, que era la única mujer blanca en una plantación de té que ocupaba parte del camino de los paquidermos.

La película era buena, pero era mayor la felicidad que el enfermo sentía de la compañía: ese tipo de íntima compañía que vierte un fuego templado por la garganta. Entonces no sabes cómo definir esa brasa, pero luego aprendes la lección indeleble que se llama felicidad de persona a persona.

La soledad se alegra sólo con la compañía. La noche sólo tiene como suya, la luz que nace de la luna. El hielo se derrite al calor.

De aquellas largas jornadas de soledad, ya he dicho, nada tristes, permanecen en la memoria los momentos de silencio en que, acostados todos, me asomaba a buscar la luz, la luz de la luna. El viento frío del norte la velaba con nubes que ella parecía quitarse de encima con un rápido gesto para que yo me extasiara contemplándola.

Una luna y dos estrellas era todo

¡Luz! Luz de Luna, nunca he vuelto a verte del mismo modo que en aquella juventud de entonces apasionada. Eras bella y fugaz. Estabas siempre, pero no podía verte a diario. Teníamos nuestros momentos que, estoy seguro que a ti como a mí, se nos pasaban volando.

Eran citas luminosas como de parada de bus de cole, como sesiones de cine del sábado, como baile en casa de unos amigos. ¡Luz! Luz de Luna eras. Y aún lo eres en la negra distancia donde iluminas a poetas, compositores y a jóvenes enamorados.

La soledad se consuela con la compañía y tú, Luz de Luna, fuiste pulso encendido que se hizo permanente mes a mes. ¡Cómo te busco junto a dos estrellas del cielo!

Idea fuente: este amigo lector – gracias – que me pidió que escribiera sobre la luz

Música que escucho: Moonlight Shadow,  Mike Oldfield ft. Maggie Reilly (1983)

José Ángel Domínguez Calatayud

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