En el libro First Things first Stephen R. Covey titulaba el primer capitulo con una interrogación: “¿Cuántas personas en su lecho de muerte desearían pasar más tiempo en la oficina?”
No es ciertamente una pregunta retórica viniendo de Covey. El profesor, autor del imprescindible “7 hábitos de la gente altamente efectiva”, no solía hacer preguntas superficiales ni afirmaciones a humo de pajas. No daba puntada sin hilo.

Desde luego era otra época muy distinta a esta cuarentena. A Covey y a su instituto acudían directivos a los que les consumía el no llegar, el tener que atender agendas apretadas y ocupaciones de negocio que les hacían distanciarse de otros deberes: familia, salud y amistad. Por eso pregunta ¿Cuántas personas en su lecho de muerte desearían pasar más tiempo en la oficina?
Esa tendencia a llenar las horas de sólo trabajo, produjo el fenómeno del workaholic, una adicción tóxica al despacho, a la oficina. Este fenómeno, tratado por psicólogos y psiquiatras, pareció disminuir en virulencia hasta que, tras la década de crisis económica última, ha vuelto. Y a peor.
Jóvenes infraempleados se destruyen por sueldos mínimos y en horas interminables. Graduados con master trabajando en la City que cogían al amanecer un taxi en la oficina, le decían que esperase, se duchaban, cambiaban la camisa y de nuevo al distinguido cuchitril donde se ganaban la vida. Se habían perdido los papeles. “Los japoneses tienen un término para ello: ‘karoshi’, que significa literalmente ‘muerte por exceso de trabajo’”.
Y en esto llegó el virus y para muchos el confinamiento. Supongo que un adicto al trabajo seguirá con esa droga que le vuelve un pelele incluso con el teletrabajo. Un ordenador, conexión a internet y a trabajar que son dos días. A lo mejor sí.
Pero para los demás que nos rodeamos de dimensiones laborales racionales la cuarentena habrá descubierto cosas y personas.
En primer lugar la familia; el esposo o la esposa no es ya un ser al que vemos con greñas por la mañana y al que sólo saludamos con un “buenas noches” al terminar. Los hijos te ponen a jugar; los abuelos te conmueven ante los tambores de temor que llenan las noticias.
Luego, hemos descubierto en la agenda el teléfono de un primo, de un amigo al que no llamábamos ni en Navidad. Y aquel compañero de trabajo que se jubiló; y otro más, el que te ayudó en un situación difícil; sí, le diste las gracias, pero ahora tienes tiempo para otras cosas, como para charlar del deporte que él practica.
Pasan los días y el trabajo va dejando el tiempo al libro, al orden de tu despachito, a ver juntos el álbum de familia y cantar viejas canciones: Resistiré.

Pasabas esta tarde por delante del televisor y te ha dejado pensando un imagen: un hombre de blanco, caminaba solo en la soledad. Los brazos de la columnata creada por Bernini no abrazaban a la multitud, sino a una lluvia gris humo sumergida en luz azul y ausencia. El Papa dirigía una homilía al universo. Y el silencio bendecía Urbi et Orbi a las ondas de radio y televisión. La onda te ha acariciado. Tú te has santiguado: otra cosa.
Idea fuente: La Plaza de San Pedro como evocación de un mundo nuevo
Música que escucho: Nocturno en Mi bemol mayor opus 9, Frédéric Chopin
José Ángel Domínguez Calatayud
Una respuesta a Tiempo para las otras cosas